Una tarde, cuando tenía nueve años, al buscar en la biblioteca de mi casa un libro interesante para leerlo me topé con un ejemplar titulado "Sangama" del escritor Arturo Hernández. Al abrirlo me encontré con la sorpresa de que estaba dedicado de puño y letras del autor a mi padre. Quedé admirado de que conociera a mi papá y más aún al leer las palabras elogiosas que había consignado, pleno de reconocimientos por su magisterio sobre él. Así que entusiasmado e intrigado, me llevé a mi cuarto el ejemplar y me puse a leer sin esperar que llegara la noche. Esta no solo llegó, sino que estaba a punto de morir, porque las primeras luces del amanecer se vislumbraban en el horizonte, cuando acabé la novela. Quedé atónito de haberme amanecido concentrado en el mundo imaginario al que me había transportado la pericia del narrador. Esa fue la primera de muchas amanecidas atrapado por la destreza de un escritor. Sin duda, una de la experiencias más íntimas e intensas es la lectura de una obra literaria, que logra concentrar la atención al punto de perder la noción del tiempo real.
Años después, con ocasión de un conversatorio en una capital de provincia, recordé y relaté esta anécdota a un grupo de jóvenes aspirantes a cuentistas o novelistas. Al finalizar el taller, uno de ellos se me acercó y me dijo: "Profesor, a mí me pasó exactamente igual, pero con "Los perros hambrientos" de Ciro Alegría. "¡Qué bien, lo hubieras dicho a todos!", le repliqué. "No, profe, se hubieran dado cuenta". "¿De qué?", inquirí extrañado. "De que leo muy lentamente". Ese instante me percaté de que, efectivamente, en términos de extensión la novela de Alegría no era tan voluminosa como para demorar siete u ocho horas para acabarla. Iba a intentar esgrimir algunos argumentos a favor de quienes leen lento cuando el jovencito se adelantó y me dijo: "Lo que pasa es que trabajo de guachimán en un depósito y, como tengo que hacer rondas cada media hora, me tardo más de lo normal para acabar una obra". Quedé anonadado y reaccioné de inmediato estimulando su actitud que la mayoría de mis alumnos no tenían, le obsequié mi úlimo libro, lo felicité y me despedí efusivamente.
Hace muy poco, transcurridos más de diez años, volví a esa lejana capital de provincia invitado para una feria del libro. En el auditorio improvisado, en el jardín que separa los dos sentidos de la calzada de la avenida central de la ciudad, había poco público y transcurrido quince minutos de la hora programada para dar inicio a mi conferencia. Por respeto a los asistentes, como suelo hacer, solicité comenzar el evento. Ante mi pedido, el animador designado por los organizadores me estaba presentando cuando de modo súbito comenzaron a llegar grupos de escolares que colmaron los sitios con sus uniformes. Estimulado con tanta concurrencia, decidí modificar mi conferencia y convertirla en una exposición menos especializada y más divulgativa, no tan extensa, para dar lugar a las preguntas. El diálogo se produjo con mucha participación de los jóvenes. Entusiamados por el éxito de mi charla, los amigos promotores del certamen me agradecían y adelantaban futuras nuevas invitaciones. Al despedirme y enrumbar hacia mi hotel fui interceptado por un señor barbado que se me acercó y muy cortés me saludó: "Buenas noches, profesor, su intervención ha encantado a mis alumnos". "Muchas gracias", le respondí, intuyendo que era el responsable de la intempestiva aparición de los escolares. De inmediato me dijo: "No se acuerda de mí, porque han pasado muchos años y ahora hasta tengo barba. ¿Sabe quien soy?". Resultó ser el joven que trabajaba de seguridad en el depósito, que me agradeció por mis palabras en ese lejano día y confesó que precisamente por eso ha llegado a ser profesor, lo que le permite compartir el valor y la importancia del hábito de la lectura entre los jóvenes.