sábado, 1 de noviembre de 2008

Seminario "Teoría Literaria II" La apuesta humanista

La apuesta humanista*

El conocimiento del pasado satisface, en primer lugar, una necesidad humana fundamental; la de comprender y organizar el mundo, y dar un sentido al caos de los acontecimientos que se suceden en él. Sabemos bien, aun cuando no siempre lo recordemos, que estamos hechos de ese pasado; hacerlo inteligible es también empezar a conocernos. A la luz del pasado, el presente se transforma: dejamos de tomar al pie de la letra la interpretación auto justificativa o auto glorificadora que a los protagonistas les gusta dar a sus actos, para leerlos en perspectiva. Las palabras se prestan a todos los usos; no podemos, por tanto, fiarnos de las descripciones que utilizan nuestros contemporáneos; mediante la confrontación con el pasado, una vía aparentemente desviada, podemos acceder más fácilmente y más directamente al mundo que nos rodea. Comprender el pensamiento de ayer permite cambiar el pensamiento de hoy, que a su vez influye en los actos por venir. Actuar directamente sobre la voluntad de los hombres es difícil, y por lo demás inútil: no es su voluntad quien yerra (los hombres quieren siempre su propio bien), sino su juicio (buscan cierto bien allí donde no se encuentra). Esclarecer el juicio es un medio de incidir en su voluntad, y es ahí donde la historia puede ayudar. Las representaciones del pasado, construidas por el historiador, son acciones en el presente: pensarse de un modo distinto permite cambiar nuestra manera de actuar; decir, en este caso, es hacer.

¿En qué punto nos encontramos hoy, en este final del siglo XX, final de un milenio? ¿Qué nos enseña sobre el pasado y el presente de Europa el estudio de un (pequeño) segmento de su pensamiento?

En el transcurso de un largo siglo XIX (1789 1914), esta parte del mundo ha aceptado el paso a la modernidad: el paso, decía Tocqueville, de la edad aristocrática a la edad democrática, de un universo y una sociedad preorganizados y jerarquizados a una situación en que podemos apelar al principio de igualdad y amar las elecciones de nuestra voluntad. El pensamiento de los filósofos de los siglos precedentes ha penetrado en los hechos, en el plano político e institucional. Pero esta transformación ha engendrado numerosos sufrimientos nuevos, para los cuales se ha buscado un remedio en algunas tentativas de rechazar las grandes opciones de la modernidad unas tentativas que, a su vez, han dominado el corto siglo XX (1914 1989).

En el plano ideológico, éstas se han inspirado en dos familias de espíritus distintas, una conservadora, y la otra cientificista. Los conservadores apelan a la sociedad antigua, pero en la práctica, se contentan con un compromiso entre formas antiguas y modernas. Como todo el mundo, aceptan beneficiarse de los progresos de la medicina, de enviar a sus hijos a la escuela y de participar en las elecciones (otras tantas situaciones en las que ejercemos nuestra voluntad y nuestra elección), en lugar de atenerse a la aceptación de lo que ya está dado por Dios y la naturaleza. En política, los conservadores favorecen a los regímenes autoritarios, pero sin llegar a eliminar toda autonomía personal: respetan la separación entre lo privado y lo público, y alientan la iniciativa en materia de economía, pues se ha revelado como una fuente inagotable de riquezas. Se alían con la Iglesia, pero no procuran instaurar verdaderos Estados teocráticos: erradicar la libertad de conciencia sería una empresa demasiado onerosa. Apelan al nacionalismo, a una preferencia por tanto por lo colectivo en detrimento de lo individual, pero sin exigir el sacrificio incondicional del individuo sobre el altar de la Nación. Este intento de restauración conservadora gozó de un cierto éxito, a mediados de este siglo, en la Europa del Sur (de Grecia a Portugal); pero, desde entonces, ha cedido su lugar a formas de gobierno más francamente democráticas.

Los regímenes autoritarios se refieren a menudo al pasado; los totalitarios, al por venir. Pero no es ésta la única diferencia: los defensores del totalitarismo apelan asimismo a un conocimiento riguroso del mundo, pues postulan que los seres humanos están completamente determinados por leyes impersonales e implacables; esto es lo que justifica su interés por la familia de espíritu cientificista. El conocimiento certero, razón de su desprecio de las tradiciones, les hace preferir el recurso a los métodos expeditivos, e incluso violentos, para conseguir sus objetivos. Los nazis en Alemania participan del ideal conservador, pero se separan de los otros miembros de la familia a través de este llamamiento a la ciencia, como a través del recurso a los medios revolucionarios y violentos para transformar el mundo. Se acercan con ello a la otra versión del utopismo científico, el comunismo, que pretende retener ciertos ideales de la modernidad, al tiempo que los traiciona con los métodos que elige para alcanzarlos: la despiadada guerra de clases niega la universalidad del género humano y debe desembocar en la eliminación física de las clases enemigas; la libertad del sujeto de elegir su suerte, o el recurso a la razón universal, son negados por su sumisión de hecho a la voluntad colectiva, que a su vez confisca un partido que se compone de militantes profesionales y sometidos en la práctica a la buena voluntad de algunos individuos. Este utopismo revolucionario, aunque apele a la ciencia, no tiene en realidad nada de científico: volverlo primero absoluto, y pretender extraer valores de él a continuación, constituyen una perversión del determinismo.

El remedio, una vez más, se reveló peor que la enfermedad, y con una gravedad mucho mayor. Fue abandonado después de generar innumerables víctimas: por parte del nazismo alemán, con bastante rapidez, gracias a su derrota militar; y por la del comunismo ruso, mucho más lentamente, con motivo de su mejor camuflaje tras una apariencia generosa. Hoy en día, el utopismo cientificista, como por lo demás la teocracia, sólo se mantiene en el poder fuera de Europa; ciertamente, siguen inspirando en su seno a grupos extremistas que, por ahora, pueden perjudicar a la democracia, pero no derribarla.

El corto siglo XX se presenta, en el plano político, como un paréntesis, el de los remedios ensayados y recusados; el XXI recupera, desde este punto de vista, al XIX. Hereda su adhesión al proyecto democrático, pero también ciertas enfermedades: nacionalismo y xenofobia se despiertan, aun cuando el espíritu colonial haya muerto en sus formas tradicionales; y las desigualdades materiales, y por tanto también las tensiones sociales, se exacerban. Otros peligros son nuevos, especialmente las amenazas que pesan sobre la naturaleza: a fuerza de privilegiar lo querido en detrimento de lo dado, los hombres, como el aprendiz de brujo, han puesto en peligro su propia vida al destruir los recursos naturales. ¿Hay, en la panoplia ideológica que nos lega el pasado, otras armas que puedan combatir estos males?

Renunciar a reformar el presente en nombre del pasado lejano o de un futuro indefinido no significa, en efecto, que debamos renunciar a cualquier acción sobre ese presente, sino que deseamos fundar esta acción en principios compatibles con él, en este caso, en principios democráticos. Dos nuevas opciones se presentan aquí cuya acción podemos observar a nuestro alrededor: de un lado, el fortalecimiento del individualismo, en sentido estricto, y del otro, la práctica de un científicismo técnico, no utopista.

Denominamos a veces como individualismo a todo el movimiento de la modernidad, a causa del nuevo lugar que éste concede a la autonomía del individuo. Pero, en sentido estricto, son individualistas aquellos que afirman los derechos de la voluntad personal sin preocuparse de la vida necesariamente social de los hombres. La autonomía, que significa que el sujeto asume una ley, reconoce a la sociedad; la independencia, expresión de los deseos y de, las voluntades personales, es lo que ama el individualismo. El Mayo de 1968, que vio cómo se abría una plétora de proyectos políticos que debían regular la vida de la comunidad, estuvo marcado también, paradójicamente, por gran victoria (simbólica) del individualismo que blandía esta divisa: «Prohibido prohibir». No a la prohibición; por lo tanto, no a la ley; Por lo tanto, no a la coacción del individuo por parte de la sociedad.

El individualismo no adopta siempre formas tan frívolas; podemos verlo en acción en los aspectos más variados de la sociedad contemporánea. Las ciudades y los pueblos, lugares de residencia complejos y jerarquizados, se ven progresivamente reemplazados por la vivienda unifamiliar, una serie de casas que se siguen las unas a las otras, o por los núcleos de grandes conjuntos urbanísticos, con sus pisos intercambiables. Cada cual está solo en su automóvil como también, paradójicamente, en los transportes públicos, donde se encuentra condenado al anonimato. En el momento en que escribo, en las periferias urbanas se propaga un movimiento que consiste en atacar a los autobuses del servicio público, uno de los últimos vínculos entre el centro y el resto de la ciudad. Las nuevas formas de comunicación y de información no facilitan necesariamente la interacción humana: cada cual está solo, sentado frente a la pantalla de su ordenador, e incluso cuando somos varios los que miramos un mismo programa de televisión, nuestras miradas permanecen paralelas y no tienen ninguna posibilidad de cruzarse. Algunos buscan refugio en las religiones, pero éstas no siempre nos vuelven a poner en comunicación unos con otros, puesto que cada cual puede elegir la suya, al buscar en el inmenso repertorio de los siglos y las civilizaciones. Los niños todavía no se crían solos, pero a menudo no frecuentan más que a uno de sus padres, o bien a los dos, pero alternativamente.

Esta creciente soledad, este autismo social, no conducen, como habríamos podido esperarlo, a una mayor diferenciación entre los individuos, sino a todo lo contrario. Montaigne ya lo había comprendido: tomados aisladamente, los hombres se parecen; son sus constelaciones las que son únicas y no se parecen a ninguna otra. La libertad es ilusoria cuando las conductas obedecen a los mismos modos y persiguen conformarse a las mismas imágenes.

El cientificismo cuyos rastros encontramos en las sociedades democráticas es muy diferente al que observamos en el totalitarismo: aquí no hay proyecto revolucionario, ni sometimiento violento del individuo, ni, por lo tanto, terror. Sin embargo, aquí como allí, creemos observar leyes inmutables que actúan en la sociedad, y en ellas nos inspiramos para orientar nuestra acción. La política se convierte pues en un dominio acerca del cual se consulta a los expertos; y el único debate versa sobre la elección de los medios, y no sobre la de los fines. Entramos en el reinado del pensamiento instrumental, donde cualquier problema debe encontrar una solución meramente técnica. Esta perspectiva influye profundamente sobre la organización de la vida en sociedad. No sólo el «especialista» (en general colectivo y anónimo) goza de un gran prestigio, sino que, además, la posibilidad de hacer algo también se convierte en una razón suficiente para que se haga: poderse convierte en querer, que a su vez se convierte en deber. La tecnocracia y la burocracia se sacralizan, y los procedimientos y los reglamentos se vuelven intangibles.

Probablemente, nada ilustra mejor este reinado del pensamiento instrumental en las sociedades democráticas que el papel que en ellas desempeñan las prácticas económicas. No se trata de oponer tal concepción de la economía a tal otra; es la misma categoría la que ha alcanzado dimensiones exorbitantes. Tenemos a menudo la impresión de que la prosperidad económica se ha convertido en la única medida y el único objetivo de estas sociedades, pues cualquier objetivo político se subordina a ella; las posiciones sociales se traducen inmediatamente a términos de capacidad de consumo, lo cual condena a sus protagonistas a la pasividad. Ahora bien, este dominio exclusivo de la economía es ilusorio. Tras las reivindicaciones de salarios más elevados, se esconden a menudo demandas de un mayor reconocimiento social, de un mayor respeto, de una vida en común más digna. No todas las necesidades humanas se dejan medir con dinero: la sociedad de consumo nos empuja a olvidar esta evidencia.

En el cientificismo utopista, los seres humanos particulares, en lugar de ser fines últimos, se transforman en medios en vistas a alcanzar un objetivo que los trasciende, el Estado ideal. En el cientificismo técnico, son los instrumentos del bienestar humano la eficacia, la producción, el consumo los que se transforman a su vez en fines últimos; pero, por esto, los hombres se convierten en los instrumentos de los instrumentos, en esclavos de sus herramientas. Ahora bien, si el fin último es la eficacia económica, se abre la puerta al ejercicio de una coacción creciente sobre los individuos. Aquí, la opresión no es violenta, a diferencia de la que se practica en el Estado totalitario; es indirecta y difusa, pero es por ello más difícil de circunscribir y de rechazar.

El cientificismo técnico está dominado por estos dos principios aparentemente incompatibles: todo está determinado (la vida está sometida a leyes rigurosas; sería necesario que la ciencia progrese todavía más para que finalmente se conozcan íntegramente); y todo es posible (se puede alcanzar cualquier objetivo; basta con quererlo). Esta última faceta de nuestras sociedades engendra a su vez una creciente necesidad de buscar, detrás de cualquier desgracia, una responsabilidad jurídica. Ya no quiero aceptar que fuerzas incontrolables hayan podido provocar la inundación de mi casa, la intemperie que desmorona mi techo, o la avalancha que se lleva a mi hijo. Puesto que todo se puede controlar, tiene que haber, para este desastre, un responsable humano que podamos llevar ante los tribunales. Ya no quiero que la enfermedad me ataque: la culpa es de la sociedad, que la ha provocado, o de los médicos, que no han querido curarla; la una, o los otros, deben pagar.

Por lo demás, es cierto que, desde hace unos decenios, las posibilidades de influir sobre el destino de los hombres han aumentado de un modo espectacular: la parte de lo querido crece, y la de lo dado disminuye. Los maestros totalitarios soñaban con forjar hombres nuevos, libres de sus debilidades congénitas, pero no tenían a su disposición más que algunos medios someros: adoctrinamiento, torturas y campos de concentración. Los especialistas de las sociedades democráticas están dominando el código genético de las especies vivientes; serán pues capaces de producir nuevos especímenes. Si así lo desean, podrán eliminar nuestras taras hereditarias al modificar nuestros genes; en última instancia, podrán provocar una mutación de la misma especie humana. Por primera vez en su historia la humanidad se encontrará en condiciones de transformarse conforme a sus propios deseos.

Las críticas a la democracia individualista y especialista no son nuevas; han sido a menudo el punto de partida de los proyectos conservadores o totalitarios. Pero, ¿estamos verdaderamente presos en esta alternativa? ¿No hay nada en la misma tradición democrática que permita combatir sus derivas? Creo que sí: se trata de su núcleo humanista, que se constituyó al mismo tiempo y con el mismo espíritu que el proyecto de la democracia moderna. Para captar mejor este programa neohumanista, es instructivo conocer el humanismo en el proceso de su constitución, entre los siglos XVI y XIX. El vigor de pensamiento de los pioneros contrasta, en efecto, ventajosamente con las versiones escolares edulcoradas a las que estamos acostumbrados, y que ya no consiguen captar nuestra atención. Es por ello que este libro se ha consagrado al estudio de la tradición humanista francesa, desde Montaigne hasta Tocqueville, pasando por Descartes, Montesquieu, Rousseau y Constant.

El humanismo es, para empezar, una concepción del hombre, una antropología. El contenido de ésta no es rico. Se limita a tres rasgos: la pertenencia de todos los hombres, y de ellos solamente, a una misma especie biológica; su sociabilidad, es decir, su dependencia mutua no sólo para alimentarse o reproducirse, sino también para convertirse en seres conscientes y parlantes; y, finalmente, su relativa indeterminación, y por tanto su posibilidad de internarse en elecciones distintas, constitutivas de su historia colectiva o de su biografía, y responsables de su identidad cultural o individual. Estos rasgos, esta «naturaleza humana», si se quiere no se valorizan por sí mismos; pero cuando los humanistas añaden a esta antropología mínima una moral y una política, optan por valores que se encontrarían en conformidad con esta «naturaleza», antes que por otros puramente artificiales, producto de una voluntad arbitraria. Aquí, naturaleza y libertad ya no se oponen. Es el caso de la universalidad de los ellos, de la finalidad del tú, y de la autonomía del yo. Los tres pilares de la moral humanista son, efectivamente, el reconocimiento de la misma dignidad para todos los miembros de la especie; la elevación del ser humano particular distinto al yo a objetivo último de mi acción; y, finalmente, la preferencia por el acto libremente elegido antes que por el que se lleva a cabo bajo coacción.

Ninguno de estos valores es reducible a otro; pueden incluso, si llega el caso, oponerse entre ellos. Ahora bien, lo que caracteriza a la doctrina humanista es sin duda su interacción, y no la simple presencia de uno o de otro. El elogio de la libertad, o la elección de la soberanía, figuran igualmente en otras doctrinas, individualistas o cientificistas; pero, en el humanismo, se encuentran limitados por la finalidad del tú y por Ja universalidad de los ellos prefiero ejercer mi libertad personal antes que contentarme con obedecer, pero sólo si este ejercicio no perjudica al otro (la libertad de mi pugno se termina en la mejilla de mi vecino, decía John Stuart Mill, en un espíritu que comparten los humanistas); y quiero que mi Estado sea independiente, pero eso no le otorga el derecho de someter a otros Estados. La autonomía es una libertad contenida por la fraternidad y la igualdad. Tú y ellos no son tampoco equivalentes. En tanto que ciudadanos, todos los miembros de una sociedad son intercambiables, y sus relaciones las rige la justicia, que se funda en la igualdad. En tanto que individuos, las mismas personas son absolutamente irreductibles una a otra, y lo que cuenta es su diferencia, no su igualdad; las relaciones que se establecen entre ellas exigen preferencias, afecto y amor. Esta pluralidad de los valores explica a su vez por qué existen varias maneras de ser antihumanista: Bonald o Taine niegan (por razones distintas) la autonomía del yo, Pascal rechaza además la finalidad del tú; y Gobineau, Renan o Baudelaire se oponen a la universalidad de los ellos.

Los humanistas no «creen» en el hombre, ni hacen su panegírico. Saben, primero, que los hombres no lo pueden todo, que están limitados por su misma pluralidad, pues los deseos de unos sólo raramente coinciden con los de otros; por su historia y su cultura, a las que no eligen; y por su ser físico, cuyos límites pronto se alcanzan. Saben, sobre todo, que los hombres no son necesariamente buenos, y que son incluso capaces de lo peor. Los males que se infligen mutuamente en el siglo XX están presentes en las memorias, e impiden que se pueda juzgar como creíble cualquier hipótesis que descanse en la bondad humana; a decir verdad, estas pruebas nunca faltaron. Pero al vivir precisamente los horrores de la guerra y de los campos de concentración, los humanistas contemporáneos un Primo Levi, un Romain Gary, un Vassili Grossman han realizado su elección y han afirmado su fe en la capacidad humana de actuar, también libremente, de hacer, también, el bien. El humanismo contemporáneo, lejos de ignorar Auschwitz y Kolima, parte de ellos; no es ni orgulloso ni ingenuo.

Si nos adherimos a la vez a la idea de indeterminación y a la de los valores compartidos, existe un camino que puede enlazarlas; lo llamamos educación. Los hombres no son buenos pero pueden volverse buenos: éste es el sentido más general de este proceso, del que la instrucción escolar no es más que una pequeña parte. En el mundo occidental contemporáneo, y ésta es otra novedad, la mayoría de los hijos ya no son dados (por el azar); son, por regla general, deseados. De resultas, la responsabilidad de todos los que pueden incidir en la transformación del niño en un adulto libre y solidario crece: su familia, primero, pero también la escuela, e incluso la sociedad en su conjunto. Pues no se trata solamente de garantizar su supervivencia, ni de facilitar sus éxitos, sino también de permitirle el descubrimiento de las más grandes alegrías. Para ello es preciso cultivar algunos de sus rasgos y relegar a otros, en lugar de contentarse con aprobarlos todos, simplemente porque están ahí.

El humanismo no define con precisión una política; elecciones diversas, e incluso contradictorias, pueden permanecer compatibles con los principios humanistas (eso ocurre con la distinción entre «liberales» y «republicanos»: la autonomía colectiva puede oponerse a la autonomía individual). Sin embargo, la adhesión a estos valores orienta la elección de los gobernantes, tanto como las actitudes de los gobernados. La exigencia de igualdad actúa desde la fundación de los regímenes democráticos y sigue haciéndolo en nuestros días; con todo, no es el único valor político. A este humanismo pasivo y mínimo se añade un humanismo activo, mucho más ambicioso. Hacer de los individuos humanos la finalidad de nuestras instituciones y de nuestras decisiones políticas y económicas podría provocar una revolución tranquila. Creer en la sociabilidad constitutiva de los individuos conduce a redefinir los fines de la sociedad. Privilegiar la autonomía del yo no significa solamente garantizarle el derecho al voto para que pueda elegir a sus dirigentes, sino también combatir el conformismo friolento. El Estado y sus instituciones tienen su propia lógica, la cual los empuja a crecer y a reforzarse hasta convertirse en un fin en sí mismos; incumbe a cada ciudadano resistir a estas tendencias, puesto que se trata de un Estado y de unas instituciones que deberían estar a su servicio. La resignación a la pretendida fatalidad de las «leyes» sociales o económicas, en cambio, contradice los principios humanistas.

El humanismo no es en absoluto contrario a la técnica en cuanto tal, pero es contrario a la técnica que deja de ser un medio para convertirse en un fin. ¿Cómo no alegrarse, desde una perspectiva humanista, de la supresión del trabajo físico abrumador, o de que las máquinas reemplacen a los hombres en la realización de las tareas más penosas? ¿Cómo no aprobar la posibilidad de que los hombres vivan con una mayor comodidad, de que se encuentren más fácilmente, de que aprendan más y mejor? Con todo, todas estas ventajas que aporta la técnica dejan de serlo cuando ésta cesa de ser la sirviente que era para convertirse en un ama preocupada únicamente por sus propios intereses. Y esto no vale sólo para las máquinas: basta con observar nuestras instituciones más indispensables, el hospital, la escuela, o el tribunal, para darse cuenta de que lo que debía servir al hombre puede reducirlo a su vez al papel de instrumento.

Se puede objetar que la autonomía del yo es la dispersión infinita de las voluntades individuales; que la finalidad del tú es el encierro en la mera vida privada; y que la universalidad de los ellos es la sustitución de la fría regla del Estado por el calor de las comunidades locales. Ahora bien, estas derivas no son inevitables. La autonomía no es el rechazo de la ley común, sino la participación en su puesta en marcha. El amor a la gente cercana no sustituye al compromiso político, sino que lo completa y puede, por añadidura, proporcionarle sus valores. La imperfección del objeto amado no impide la perfección del amor, decía Descartes; debemos recordar que el amor de un humilde ser humano puede ser más valioso que las declaraciones solemnes sobre el bienestar de la humanidad. El humanismo afirma que es preciso servir a los seres humanos uno por uno, y no en la abstracción de las categorías. Finalmente, la esfera legal y humanitaria de la universalidad no agota el mundo público, ni prohíbe el mantenimiento de las comunidades de origen o de interés.

Contrariamente a lo que sugería Bonald, el dique puede nacer del torrente o, con una metáfora más verosímil a cargo de Rousseau, el remedio puede provenir del mismo mal. Los humanistas afirman que los hombres no deben pagar un precio por la libertad que acaban de adquirir: no están obligados a renunciar ni a los valores comunes, ni a las relaciones sociales, ni a la integridad de su yo. El pacto en nombre del cual el diablo reclamaba lo que se le debía no existió en realidad jamás. Pero es necesario que lo querido acuda en ayuda de lo dado. Estos valores no tienen nada de automático; hay que asumirlos mediante un acto deliberado. Las asociaciones voluntarias, o la elección de la amistad y del amor, compensarán la debilitación de las relaciones de parentesco o de vecindario. El yo es sin duda múltiple, pero ello no le impide actuar como sujeto responsable. Los otros están por todas partes: en él, a su alrededor, e incluso en los valores que desea; sólo gracias a ellos puede afrontar las amenazas del diablo. Lejos de ser un infierno, los otros representan una oportunidad de salir de él.

La doctrina humanista no considera por ello todas las necesidades humanas. No dice nada de las exigencias fundamentales de supervivencia: el alimento, el abrigo, o la ausencia de temor al mañana o a la gente cercana. No nos enseña cuáles son los mejores mecanismos económicos del momento, ni nos dice si el mercado debe decidirlo todo o si el Estado tiene también algo que decir. Es solidaria del amor, pero no habla de lo que hace gustosa la experiencia cotidiana y se encuentra en la raíz de tantos de nuestros placeres: la intensidad del momento, el goce, o el éxtasis. El humanismo no nos enseña nada en cuanto a esa necesidad profunda que tenemos de comprender el mundo y de vivir en armonía con él, y que puede conducirnos tanto hacia la ciencia como hacia la contemplación desinteresada de la naturaleza. No nos dice si debemos ser o no religiosos. El pensamiento humanista se contenta con orientar el análisis y la acción del mundo interhumano; pero en el interior de este mundo se sitúan todos los demás.

El régimen democrático mantiene afinidades con el pensamiento humanista, del mismo modo que los regímenes autoritarios con los conservadores, los totalitarismos con el cientificismo utopista, o la anarquía con el individualismo. Pero estas afinidades no se convierten en exigencias imperativas, y lo propio de la democracia es tolerar una pluralidad de doctrinas, con tal que ninguna de ellas se identifique con el poder político ni provoque la sumisión y la desaparición de las otras; sin ello, el modo de existencia de la doctrina, convertida en dogma oficial, contra diría y anularía su sentido la afirmación de la autonomía. El Estado democrático y laico no elige entre las distintas concepciones del bien, con tal que estas no contradigan sus principios últimos; en el interior de este marco, que es vasto, deja el campo abierto para el debate ideológico. Aquellos que se adhieren a las otras familias de pensamiento modernas no son necesariamente tontos o malvados; toman y acentúan aspectos de la experiencia humana que los humanistas juzgan marginales; pero estos últimos también pueden equivocarse: el libre examen del mundo siempre debe proseguir. Los grandes humanistas se convierten ellos mismos en el teatro de esos conflictos, y así progresa su pensamiento: su obra no se reduce a la exposición de una doctrina.

La empresa humanista no puede detenerse nunca. Rechaza el sueño de un paraíso en la tierra que instauraría el orden definitivo. Considera a los hombres en su imperfección actual, y no imagina que este estado de cosas pueda cambiar; acepta, con Montaigne, la idea de que su jardín quedará para siempre imperfecto. Sabe que el deseo de autonomía debe librar un combate contra el placer de la servidumbre voluntaria; que la alegría que siento al hacer del otro el fin de mi acción la oculta y obstaculiza la necesidad de transformarlo en un instrumento de mi propia satisfacción; que el respeto universal cede fácilmente su lugar a una preferencia por los «nuestros» antes que por los «otros». El peñasco de Sísifo siempre vuelve a caer, u otro justo a su lado pero el destino de Sísifo no es una maldición; es simplemente la condición humana, que no conoce ni lo definitivo ni lo perfecto . 0 mejor, que consiste, como en una operación de alquimia, en convertir lo relativo en absoluto, en construir algo sólido con los materiales más frágiles.

Antes que una ciencia o un dogma, el pensamiento humanista propone una elección práctica: una apuesta. Los hombres son libres, dice; puede salir de ellos lo mejor y lo peor. Más vale apostar por que son capaces de actuar mediante su propia voluntad, de amar puramente y de tratarse como iguales, que por lo contrario. El hombre puede superarse; por esto mismo es humano. «Hay que apostar. No es algo voluntario: uno se ha embarcado.» No apostar significa apostar por lo contrario; ahora bien, en este caso, no hay nada que ganar. Pero, a diferencia de Pascal, los humanistas no piden un acto de fe en Dios; se contentan con incitar al conocimiento y con recurrir a la voluntad. Siguen con ello a los humanistas cristianos, que ya rechazaban la resignación. «¿Para qué el hombre, se exclamaba Erasmo a principios del siglo XVI, si Dios actúa en él como el alfarero en la arcilla?» Erasmo creía que ningún ser aparecía en la tierra sin justificación, sin «causa final», y veía en la existencia del hombre un ser imperfectamente determinado, que conocía pues la libertad la prueba de que Dios no se contentaba con ofrecer la gracia a los hombres, sino que les permitía buscar la salvación por medio de sus propias obras. Si todo se juega de antemano, ¿para qué el hombre? Los humanistas de la tradición francesa no creen forzosamente en las causas finales, pero juzgan útil hacer como si esta vía estuviera realmente abierta para los hombres. Es cierto que, a diferencia de Pascal, no prometen a los jugadores «una vida y una dicha eternas», sino tan sólo una endeble y fugaz felicidad.

Dios no nos debe nada; ni la Providencia; ni la naturaleza. La felicidad humana está siempre en suspenso. Podemos sin embargo preferir, antes que cualquier otro reino, el jardín imperfecto del hombre, no como un remedio para salir del paso, sino porque es el que nos permite vivir de verdad.
* Epílogo del libro de Tzvetan TODOROV, El jardín imperfecto. Luces y sombras del pensamiento humanista, Barclona, Paidós, 1999, pp.319-333.